Guillermo y Shaden se amaban. Al inicio de su matrimonio reían, paseaban, compartían largas charlas y soñaban juntos en su futuro. Pero la rutina los alcanzó como una neblina sutil que oscurece el ambiente de forma discreta.
Tenían un hijo a quien adoraban. Ella se fue convirtiendo en una madre obsesiva y él en un padre distante. Un día ella lo confrontó:
—Guillermo. Estoy harta de todo esto. Siempre llegas tarde, de mal humor, te cierras, no hablas claro, eres hermético y cuando te pregunto qué te pasa dices que nada.
—Déjame en paz.
—¿Lo ves? ¡No puedes tratarme así! ¡Háblame!
—¿Qué quieres que te diga?
—¡Qué tienes en la mente! ¿Por qué te has alejado tanto de mí?
—El niño está llorando.
Ella se levantó a toda prisa y salió corriendo de la habitación. Regresó después de un largo rato. Resopló.
—Estaba dormido.
—Ah… ¿Y se puede saber por qué tardaste tanto? ¿Lo tapaste? ¿Le acariciaste la cabeza? ¿Le tomaste la temperatura?
—¿Te estas burlando de mí? Soy una buena madre.
—Eres una madre obsesiva. ¡Vives para el niño! No dejas ni que lo toque el aire.
—Nuestro hijo tiende a estar enfermo.
—¡Tú lo enfermas! Te la pasas dándole antibióticos sin consultar al médico. Lo has hecho dependiente, flojo, caprichoso y berrinchudo. Ahora tu mundo gira alrededor del niño. Y yo lo amo también. Es mi hijo. Pero has dejado de ser mi compañera. Sólo me buscas cuando necesitas algo de mí. Y me siento usado, cansado de trabajar, sin deseos de seguirle el juego a la mamá de esta casa, y resignado porque no me queda otra opción. Con tu amor obsesivo le haces daño a todos. Incluso a ti. Antes de ser madre, fuiste esposa. Creo. Esa debería ser tu prioridad.
Ella lo miró unos segundos y murmuró:
—¡Eres injusto! No me entiendes.
—Sí… en eso tienes razón. No te entiendo.
Esa noche se acostaron sin despedirse. En la cama, los dos despiertos, se dieron la espalda. No conciliaron el sueño. Uno miraba la pared sur de la habitación, otro contemplaba la pared norte. Ambos necesitaban amor, deseaban abrazarse, perdonarse, comenzar de nuevo; pero permanecieron inmóviles, sin saber cómo romper el silencio, cómo penetrar la barrera del orgullo que los separaba. Cincuenta centímetros de distancia en esa cama se convirtieron en cincuenta metros… En un abismo.
De repente, el niño lloró (de verdad).
Ella se levantó y fue a verlo. Pasó el resto de la noche en el cuarto de su hijo. Guillermo apretó los dientes, enfurecido, se vistió y salió de su casa.
Así comenzó la decadencia de ese matrimonio. Narro la historia en mi libro La última oportunidad.
Muchos matrimonios mueren. A veces por causas que tienen solución. Pero las parejas necesitan aprender a comunicarse, a comprenderse, a negociar, a perdonarse, a crear momentos significativos, a darse sus tiempos de calidad, a poner en orden sus prioridades, a vincularse con lazos secretos. El matrimonio es un proyecto complejo. No puede tomarse a la ligera.
Si conoces una pareja que tiene problemas, pero está a tiempo de salvarse, regálales el libro La última oportunidad; ha sido literalmente una tabla de salvación para miles de parejas.
Que por ti no quede. Si no luchamos por las cosas más importantes de la vida, ¿entonces para qué vivimos?